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La Conquista

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La Conquista
por Mario Sillard

Con una espada a cada mano, y un cuchillo entre los dientes,
me abro paso entre gigantescos árboles grises.

Tengo que dar largas zancadas para evitar los animales venenosos,
golpear con fuerza ante cualquier amenaza,
y saltar ante los caudalosos ríos de fierro, metal y vidrio
que aparecen de tanto en tanto.

Con ahínco aguanto las inclemencias climáticas
y sigo incansablemente luchando
con la mandíbula y los puños apretados.
Murmurando maldiciones e insultos.
Mi furia juvenil es incontrolable, y nadie me detiene.

Es cuando me abro paso entre grandes depredadores,
y me escabullo entre sus brazos que imposibilitaban continuar,
e inicio el ascenso a una montaña totalmente grisácea y vertical.
Esta es la más grande de la selva.
Mi escalada no es fácil,
y me encontré con múltiples trabas que casi me hacen caer...
Pero pelee sin parar,
y mis espadas quedaron empapadas de sangre,
tanto atravesar adversarios que me imposibilitaban el paso...

Continuaba, y la cima se divisaba cerca,
rodeada de nubes, pero cerca...
El sudor me nublaba la vista,
pero mis músculos estaban intactos,
como si no tuvieran trabajo.

Mientras más cerca estaba, más empeño ponía,
y mi ambición de llegar a lo alto, no se atenuaba.
De pronto, me encontré rozando el firmamento,
había llegado a la cima...
Y conquisté la selva,
conquisté el mundo, con la bandera de la juventud,
estaba en el mismo lugar de la gloria,
y un aleluya escuché desde abajo,
y respondí con desaforado grito triunfal.
había, mi anhelo, sido cumplido...Pero,
justo en ese preciso instante, mi mamá me gritó y me dijo
que me apurara y que bajara; que teníamos que almorzar...

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Autor: Mario Sillard
E-mail: romariohattrick@hotmail.com
Genero: N/A
Web: http://mariosillard.blogspot.com


El rey de la noche

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El rey de la noche
(para D.)

por Federico Krampack

Son casi las dos de la madrugada. Llueve fuerte y prominente. No son gotas, sino baldes que parecen ser producto de una sanguinaria chacota de los ángeles, los que caen a tierra. En la casa de la calle 333, cerca del centro de la urbe, se encuentra un apuesto pimpollo de pelo corto enmarañado, rasgos morenos y protuberantes orejas, larguirucho y anárquico de belleza, férreo y gozoso como la paja de los campos más magnos. Se encamina por las calles tapizadas de luces artificiales y de agua ácida, casi sin prisa. A pasos tenues y arrastrando los zapatos, divisa un auto que se aproxima notoriamente en su misma dirección e imagina que es el rito de siempre. Continúa sereno por la acera, protegiéndose con rudeza de la lluvia con un minúsculo paraguas negro con rayas azules, casi aguantando una sonrisa, de desconsuelo titánico, de nostalgia radiante. El auto que creía ver irse, estaba a su lado, en la vía, con el motor crujiente y respirando agónico, imitando la velocidad de los pasos del muchacho. Una ventana se baja y la voz deprimente y conocida le habla.

-Oye, flaquito… ¡Tú pues!, el del paraguas azul...

El joven no hace otra cosa que alzar la cabeza y terminar de una vez el pérfido encuentro.

-¿Sí…?

-¿Estás solito de nuevo?-le pregunta despiadadamente.

-Sí.

-¿No me quiere acompañar? Para que no te mojes tanto...

-Voy a comprar...

-¿Te acompaño? -agrega.

Ante la insistencia que se estaba irguiendo, el muchacho decide caminar más aprisa.

-Voy a comprar, te dije... -responde tajante.

-Tú te lo pierdes... -sentencia desde la ventana del auto. Y se confunde entre el agua y el neón.

El joven traga saliva relajadamente. La lluvia es demasiado potente, por lo que decide caminar más apresuradamente para así desconectarse de inmediato de las arterias hoscas. Llega por fin a un epicentro. Hay bares ruidosos, mujeres y hombres en las aceras, botellas, cueros, carcajadas y algo de bienestar bohemio. Más allá de los centros nocturnos, burdeles caóticos y centros de sándwiches con carne y vegetarianos, divisa finalmente la farmacia. Cierra el paraguas y se sacude el pelo.

-Hola... -saluda mecánicamente.

-Hola... -le responde la mujer que está de turno. El muchacho jamás la había visto.

-Necesito vitamina C, antiséptico para enjuagarse y Lorazepam...

-¿Perdón?

-Antiséptico... Para después del cepillado -le reitera el muchacho, mientras saca de inmediato la billetera.

-No, joven, lo último.

-Lorazepam...

-¿Tiene receta? -le pregunta la mujer. El muchacho dilata los ojos.

-No... Bueno, sí... En este momento, no la tengo…Pero siempre vengo aquí... Es Lorazepam. En caja de treinta comprimidos, por favor.

-Lo siento, sólo con receta...

El joven frunce el ceño y exhala el aire que tenía sucio dentro del organismo. No hay respuesta ni consentimiento de parte de la joven farmacéutica, quien comienza a contemplar al muchacho con cierto halo de desconfianza.

-Yo siempre vengo aquí... ¿No está la señora Lidia?

-No, sólo estoy yo y el guardia.

-Mire, no tengo tiempo para discutir... -agrega, casi con sonrisas y refregándose la frente y la zona de sus ojeras- Siempre compro aquí, casi ni me piden receta...

-Lo siento de verdad, joven. Sólo con receta... ¿Aún quiere lo otro, era vitaminas, y qué más...?

El muchacho empieza a derrumbar los ladrillos de caridad. La lluvia era horrible y la algarabía alrededor no contribuía en nada a entablar la mejor de las transacciones, ni mucho menos una conversación. La mujer de blanco no se arruga un ápice, no así el joven que está mojado hasta los calcetines, intranquilo y con las emociones desfloradas, mirando hacia los lados y manifestando su dulce descontento con ese servicio, frotando la punta del paraguas con un borde del mostrador.

-¿Joven...?

-Lo demás no importa. Necesito el Lorazepam -afirma nuevamente.

-Ya le dije, sólo con receta…Si no puede ahora, tendría que venir mañana con su récipe...

-Mañana es imposible... Tengo que trabajar todo el día... No puedo dejar solo...

-Ya le dije que sin receta médica, no puedo hacer nada -añade la mujer, de un soplo.

-Tendría que volver a buscarla... Mojarme, pasar por todo el centro, ¡con este ruido, la lluvia...!

-Lo siento, cerramos dentro de cinco minutos...

El joven, ante tal pereza, decide poner las cosas claras.

-Mire, vivo a sólo unas cuadras de aquí... Hay alguien muy enfermo que necesita ahora ya unos comprimidos de Lorazepam...

-Joven, puedo entender eso, pero es un ansiolítico... Usted parece estar bastante tenso, le diré. No puedo darme esa confianza... -le agrega en tono más bajo.

El muchacho se desencaja ante esas palabras. Certero, con los ojos desorbitados y con los pelos de punta, confronta a pocos centímetros a la mujer.

-Oiga... ¿cree que soy drogadicto?

La mujer detrás del mostrador pareció removerse y caer de la película mental, los músculos del rostro hicieron ondulaciones varias y decidió acercarse más al inflexible muchacho.

-No, joven, no creo eso... -le dice bajando el timbre. Ambos se penetran con la mirada.

-¿Y entonces?

-Entonces... Creo... Que debería ir a buscar ahora esa receta si quiere comprar el Lorazepam, joven...

El muchacho empieza a resquebrajarse; la mujer, a asustarse.

-¡Déme las putas pastillas, de una vez...! -brama con dolor, dejando caer sus manos en el vidrio del mostrador, alterando todo el muestreo de aspirinas y preservativos a su lado.

-¡Guardia...! -clama la mujer, llamando al manso hombre de seguridad que estaba adormecido en el otro extremo de la farmacia, viendo un programa de televisión con senos anémicos y sentidos atrofiados.

-¡Oiga, qué se ha imaginado! ¡¿Acaso no entiende que necesito eso...?!
-Joven, ya le dije que sin receta, no... ¡Váyase antes de que tenga problemas!

-¿Qué se ha imaginado...? ¿Acaso no tiene gente enferma...? ¿Sabe lo que es levantarse a las tantas de la mañana y tener que ir a comprar remedios para alguien que lo único que hace es estar enfermo y regañar por todo, que está perdido, sin nadie más que yo, lo sabe, sabe eso...? ¿Sabe lo que es ser paciente? Usted, usted, ¡hija de su madre, puta ignorante, ignorante...!

El guardia pesca violentamente por el antebrazo al perturbado muchacho y lo arrastra hasta la salida, resbalándose con las baldosas mojadas y dándole unos cuantos empujones de mármol. Tras el altercado, respira hondo y se refresca con el frío aire nocturno. La mujer ve el espectáculo desde el mostrador, con sigilo, pero algo inherente la hace recobrar el sentido y darse cuenta de lo espantosa que ha sido la escena. El muchacho aguanta notoriamente un sollozo, grotesco y rabioso. Ante lo absurdo de la situación, la joven farmacéutica decide acercársele con horror, mientras el pequeño gran hombre está derrumbado en las baldosas.

-Joven... -le murmura- Perdone si fui grosera... Estoy bien cansada, no he dormido bien estos días, bueno, sé que no es excusa, pero le pido disculpas, por favor... Por favor... Levántese...

El muchacho de las grandes orejas se queda ahí estupefacto, en la entrada de la farmacia, con la mirada desencajada, las piernas desmayadas y el aliento agotado. Posado en las blancuzcas y mojadas cerámicas, inexplicablemente abraza a la mujer cabizbaja a su lado. Ésta queda atónita, pero no le rechaza el acto. Le sonríe tenuemente, tensa como un palo, palpándole la espalda con mesura, creyendo que se trataba de una actitud producto de muchas copas de vino, pero no.

-Joven... Ya... Ya... -le musita- ¿Me dijo en caja de treinta?

El asiente con la cabeza. Respira hondo nuevamente y se seca el sudor y el agua del rostro con la manga de la chaqueta. La mujer se levanta del suelo rápidamente y va a buscar el Lorazepam. En un abrir y cerrar de ojos, trae el pedido.

-Aquí está -le dice minuciosamente, entregándole el paquete.

Por alguna razón, no percibió que la enfermera se había ido de su lado. Cuando ésta volvió, él estaba murmurando a solas.

-Que esté tranquilo, que esté tranquilo de una vez por todas...

-¿Joven...? -pregunta la mujer, tocándole el hombro respetuosamente y con algo de vergüenza.

-¿Qué cree usted? -le pregunta sorpresivamente.

-¿De qué?

-¿Es malo desearle la muerte a alguien?

La dama de blanco queda en suspenso. ¿Qué responderle a este dulce y agobiado pánfilo enloqueciendo y ahora prácticamente destrozado en el suelo de la entrada de la farmacia? Quizás lo que quería oír, o mejor aún, lo que sentía de verdad en el pecho.

-No lo sé... -le responde tranquilamente, desnudándolo con la mirada- La muerte es como la comida... Se sabe o se siente cuándo es sabrosa y cuándo no, cuando aún no imaginamos que está cocinándose para nosotros. Todo depende... Alguien dijo que la muerte, dolorosamente, era como una bendición.

-¿Por qué dice eso?- le pregunta el muchacho, prestándole más atención.

-Porque es el final de una era... Y el comienzo de otra. No hablo necesariamente de que alguien muera, sino una etapa, un proceso. Usted debería saber eso.

-No sé de qué está hablando... -le dice, en vista de lo extraña que se estaba tornando la plática.

-Joven... Yo a usted lo conozco.

El muchacho queda atónito y creyó que el planeta entero se congelaba. La lluvia cesó, al igual que la bohemia de los alrededores.

-¿De verdad? -le pregunta él, con unas pupilas caritativas y misteriosas-Yo a usted nunca la he visto... ¿Debería conocerla?

-Joven, cuando ya no hay nada más que hacer, cuando lo único que hay son decepciones y horrores dentro de la casa, lo mejor es poner el punto final... Usted ha sufrido mucho... ¿Cierto?

El mozuelo de las grandes orejas la mira con terror. Por supuesto que he sufrido, parece pensar. Pero esto no explica por qué esta mujer me conoce de antes. Finalmente, asiente con la cabeza.

-¿Y entonces qué hace...? ¿Por qué sigue estando ahí?

-No sé... No lo sé -le responde en trance.

-¿No tiene adónde ir por ahora, cierto?

-No...

-¿Usted aún estudia?

-Sí...

-¿Y además trabaja ahí mismo, en esa casa?

-Sí...

-¿Tiene planes, sueña con estar en una casa, con su cocina propia, sus libros...?

-Más de los que la cabeza me concibe... Soy un soñador de toda la vida. De toda la puta vida... A veces ni yo mismo me trago lo que he vivido.

-Usted es especial, joven -le susurra la joven farmacéutica- Pero, dígame algo... ¿Qué es lo que lo hace seguir soportando estar en ese lugar tan agobiante? -añade abrumada la mujer.

-Usted mismo lo ha dicho... -le responde súbitamente el muchacho, encandilado y emocionado con la lluvia.

-¿Qué cosa?

-Del porqué aún estoy en ese lugar...

-¿No guarda remordimientos hacia ese hombre?

-Ya no tengo más remordimientos... No me quedan. Ni odio, ni horrores, ni nada... Eso ha sido lo más innecesario que he tenido en la vida. Simplemente no sirve... No lleva a nada. A nada.

-¿Y qué tiene a cambio? ¿Qué lo hace estar aún ahí, soportando y peleando con eso tantos años?

-Alguien que me acompaña todos los días... -le responde el muchacho, a punta de lágrimas deliciosas.

-¿Un amigo, un petirrojo enamorado?

-Más que eso... Un hermano.

-¿Un ángel guardián?

-Sí...

-Créame, joven, hay muchos de ésos rondando por ahí...


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Autor: Federico Krampack
Genero de la obra: N/A
E-Mail: elplanetaz@hotmail.com
Web: http://www.fotolog.com/planeta_z

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